jueves, 22 de mayo de 2008

Polaroid de Letras 7

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Se despertó ahogada de lluvia, el silencio en la casa oficiaba de soundtrack de la soledad.
La ventana de la cocina una y otra vez lloraba por que el viento la molestaba. La acarició cerrándola y dejo de hacer ruido.

La luz era la del fuego, dos hornallas prendidas como sirios de un ritual del primer día del otoño. No ir a trabajar era decisión tomada, solo restaba saber que hacer con toda esa cantidad de horas a solas consigo misma.

Estar y no estar, ser o no ser, dilema ancestral escrito con sangre en la calaveras de la historia de la humanidad.

Cada movimiento cotidiano de los hechos hacía estragos en su estructura de vida.

Se había vuelto una obsesión el irse, fugarse hacia algún lugar, catapultar la vida por un pasatiempo eterno. Ser solo por superficialidad, todo lo que no se puede ser por aceptación.

Irse y dejar que el tiempo decante los problemas, volver cuando los acontecimientos hayan resuelto las cosas por ella, o quizás no volver nunca más.

Tenia la idea que cuando uno no interviene las cosas, estas se resuelven de un modo u otro.
Pues una vez encarrilada la dirección del tren, solo debemos subirnos y aceptarlo, y de esa manera evitamos tomar la responsabilidad del destino de los vagones.

No hay heridas que no sanen con el tiempo, solo que son inevitable las cicatrices.

Todo estaba decidido, salió al jardín, la lluvia era incesante, desenterró un camafeo de su abuela materna, lo limpio con el agua de las gotas, acumulaba 25 años enterrado allí.

Arrancó todas las Flores, una a una. Los Pájaros miraban desde su nido en el nogal ancestral, perplejos.

La valija la esperaba lista con ansiedad, se despidió de las Violetas del florero mexicano que siempre adornaban la mesa.

Cerró la puerta con ira, las cortinas se marchitaron.

El sol volvía a buscarla cada mañana, pero solo le respondían amarrados en un tender, dos pañuelos de batista con iniciales bordadas, que olvidó para siempre.
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